En algún lugar tengo el borrador de una historia que nunca escribí. Trata sobre un periodista obsesionado con la idea de que el viaje a Luna fue un fraude, que nunca pusimos un pie sobre ella. Lo vemos investigar y tomar notas en la soledad de su departamento. Los platos sucios que se acumulan, las cenizas de cigarrillos metiéndose en el teclado. Una ventana que aún estando abierta no ayuda a que el aire viciado se renueve. De pronto, cuando el artículo pareciera tener ya cierta forma, nuestro protagonista se despierta a la madrugada transpirado, con la certeza de que sí, llegamos a la Luna, pero lo que no existe es Europa: la volamos en la Segunda Guerra Mundial. Lo que conocemos es una reproducción hecha por Disney -quienes luego desarrollarían ese mismo concepto para realizar sus parques temáticos-.
Ya sé, se estarán preguntando qué tiene que ver esto con ¡Canten, putos! y la verdad es que no mucho, por no decir que absolutamente nada. Pero me acordé de esa (no) historia cuando leía el segundo capítulo del libro de Manuel Soriano; ese en el que se pregunta por la similitud entre un cantito que cantaban las hinchadas argentinas en la década del ochenta y una canción del 2001 de Belle and Sebastian. Cuando, en la búsqueda de cómo es posible que ambas compartan la misma melodía, teme estar convirtiéndose en un conspiracionista.
Y creo que ahí está uno de los grandes hallazgos del libro. Que estas crónicas pueden leerse como un relato de detectives en donde avanzar no significa acercarse a la resolución, sino seguir envolviéndose cada vez en más misterios.
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Hay dos cosas más que quería marcar, sobre cómo está construido el narrador de estas crónicas y lo que sucede con la resignificación de las canciones. En vez de escribir algo, ya que Cecilia Fanti y Martín Kohan lo dijeron tan bien en el último episodio
del podcast que hicimos con Romina Zanellato, transcribo sus palabras:
Cecilia Fanti:
Lo fascinante de lo que hace Manuel es construirse a sí mismo como una suerte de antihéroe. Uno en realidad a lo que asiste en la lectura del libro, más allá de las canciones y sus versiones y sus reversiones y quizás la historia futbolera detrás, es también a las peripecias de este narrador-personaje, en la búsqueda de un origen, en la búsqueda de un punto inicial, en la búsqueda de conectar, de establecer realmente ese intertexto entre lo que es la música y la vida.
Uno entra en la historia y lo va siguiendo a él. Narra de manera tal que uno se siente parte también de esa búsqueda.
Martín Kohan:
Lo que hay en ¡Canten, putos! es un recorrido fabuloso de la manera en que circulan socialmente, culturalmente, determinados elementos por planos muy distintos. Van y vienen de la cultura así llamada alta, a la cancha, de cancha a la cultura de masas, de la cultura de masas otra vez a la cultura alta. Cómo es que traspasan, cómo es que se filtran, cómo es que se contagian.
En esos traspasos, en esa variación de usos -porque lo que hay todo el tiempo es tomar algo y usarlo de una manera distinta- en esas reutilizaciones, hay también resignificaciones. Las palabras adquieren resonancias distintas en usos distintos. O dicho al revés, un uso distinto puede producir una significación distinta a una misma palabra.
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Este primer mail iba a ser distinto. En un primer momento había pensado en armar todos los links a las canciones y videos de Youtube que menciona Manuel Soriano en el libro, para que puedan ir acompañando la lectura con los distintos enlaces, pero se me ocurrió mejor preguntarles si les parece algo práctico. Si quieren que prepare el próximo mail con esto, háganmelo saber (por las redes, el grupo de Facebook o respondiendo este mail, como prefieran).
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Por si a alguien le interesa: si bien nunca escribí la historia que conté al principio, sí tenía pensado el final. La última escena sucede en la Casa Blanca. Nuestro protagonista expone al presidente de Estados Unidos todo lo que ha descubierto. Lo escucha atentamente mientras caminan por pasillos subterráneos. Para cuando termina de hablar se encuentran frente a una puerta vieja y oxidada. El presidente reconoce que sí, que todo es cierto. Lo dice con cierto cansancio, mientras abre la puerta. Detrás hay un entramado de máquinas y manivelas. El periodista da un paso, preguntando qué es ese lugar. “Es la máquina de hacer oxígeno. Quemamos todo con las pruebas nucleares. Si no se accionan estas máquinas continuamente el mundo se quedaría sin oxígeno en el transcurso de unas horas”. Pálido, el periodista apenas llega a preguntar con un hilo de voz por qué es todo tan viejo, por qué no automatizan el sistema. “Porque a cierta gente es conveniente tenerla ocupada” y cierra la puerta, dejándolo dentro.
