Hace unos días, andando en bicicleta, se me había ocurrido una frase para empezar este mail y ahora no puedo acordarme cómo era. Sé que terminaba con un juego de palabras. Traté de recordarla pero no hubo caso. Lo único que logré fue anotar esto en el borrador donde escribo el guión de cada mail:
“Palabras - piedras - rueda - canciones - piedras rodantes”
Era una especie de comparación entre las palabras y la rueda y cómo las canciones son una forma de poner las palabras en movimiento, de convertirlas en piedras rodantes. Y ahí venía el chiste que quizás en un mail sobre canciones eso tenía más sentido en inglés (Rolling Stones).
Creo que no puedo recordar la frase porque en realidad nunca existió. Es decir, no llegó nunca a una frase real, sino a esa nebulosa de sentido que son las ideas cuando todavía no se vuelven algo concreto. Cuando están hechas de la misma sustancia del movimiento.
Me voy acercando un poco al tema del que quería hablar en este mail. Algo que faltó en el anterior.
Sí, ya sé que escuchar las canciones y poder compararlas con los cantitos de las hinchadas fue divertido y hasta quizás un poco necesario, pero por más sonrisas que nos saque escuchar esas mismas melodías en contextos tan distintos, falta lo que la pluma de Manuel Soriano sabe hacer tan bien: contar la historia que hay detrás. Creo que es lo que hace que ¡Canten, putos! sea un libro tan interesante. Nos muestra algo que quizás sabíamos pero que no habíamos puesto en palabras: que las canciones son historias en movimiento y que nosotros formamos parte de eso que se cuenta.
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Otra de las ideas que tenía para este mail y que dejé de lado, porque excede por completo mis capacidades, era la de contar una canción. No me refiero a contar su historia, sino a traducir las sensaciones de una canción a través de la escritura. Estuve toda la semana pensando cuál iba a elegir. Si tenía que ser en castellano o si era mejor una en inglés para no atarme a la letra. Si un hit o una más desconocida. Y de pronto mientras miraba videos de música terminé viendo la escena de una película.
Walter Mitty está en un bar en Groenlandia. Su cara es de derrota y resignación. Acaba de decidir que no va a seguir con su viaje luego de ver al piloto del helicóptero -al que debería subirse- cantando karaole con unas cuántas copas de más. Vemos su cara en primer plano. Detrás, una especie de escenario. Una pared decorada con cintas plateadas y violetas, algunos CDs colgando de un hilo, luces
con papel celofán de distintos colores
-apenas visibles porque estamos en pleno día-. Un cotillón barato en un bar perdido en medio de la nada, en el que aparece una mujer con una guitarra, saludando al público inexistente. Está nerviosa. Esa mujer que está a punto de tocar los primeros acordes de
Space Oddity
es Cheryl; mejor dicho, es la imaginación de Walter que piensa en Cheryl.
Un pequeño paréntesis. La película de la que estoy hablando es La vida secreta de Walter Mitty. No voy a contar toda la película acá, solo lo suficiente para que se entienda esta escena. Walter -interpretado por Ben Stiller- trabaja en la revista Life, en el departamento de fotografía. Lleva una vida aburrida y monótona, mientras sueña despierto imaginando que rescata mascotas de incendios, que salva vidas, que viaja a distintos lugares del mundo. Es el último número de Life que saldrá en papel. La revista se adaptará a los nuevos tiempos, un eufemismo para decir que habrá despidos. Sean O’Connell, un reconocido fotógrafo, le envía a Walter el negativo para ilustrar la última portada, pero el negativo se pierde. La única opción que queda es ir en búsqueda del fotógrafo. Abandonar ese mundo de fantasía y vivir, por primera vez, una aventura real.
Estamos, entonces, en Groenlandia. La imaginación de Walter sigue haciendo lo suyo, pero ya no como una forma de escape, sino como una compañía. Suenan los acordes de Space Oddity. La voz de Kristen Wiig, la actriz que hace de Cheryl, comienza a cantar. Es una escena breve, hecha de miradas mientras ella camina hacia la puerta. Le está diciendo que se levante y se suba al helicóptero, pero no se lo está diciendo con palabras; ni siquiera con gestos. Es de alguna forma la propia canción la que lo dice. La hélice sonando cada vez más fuerte, la cuenta regresiva, la voz de Bowie que suena de fondo mientras Walter Mitty salta dentro del helicóptero que ya está despegando.
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Pienso en las distintas capas que puede tener una canción. En las distintas historias que puede contar. En que Space Oddity sonó en la Estación Espacial Internacional, interpretada por Chris Hadfield. En cómo se mezclan todas esas versiones. En cómo pueden convivir todas esas emociones que generan.
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Pienso que, aunque nunca fui a la cancha, Manuel Soriano me acercó esa sensación. La de los mundos interiores y exteriores de cientos de personas cantando una misma canción.
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