Quince años atrás, aproximadamente, en un taller literario al que iba, solían mencionar cada semana a Cheever. No había leído nada de él, pero conocía más o menos su estilo y a qué se referían con las menciones. De alguna forma cada martes salía a la luz su nombre. Sea como una referencia, como una recomendación o simplemente porque alguien contaba qué había estado leyendo.
Cada vez que alguien lo mencionaba yo hacía una marca en una de las primeras hojas que tenía en mi cuaderno, sin que me vieran. Meses más tarde confesé, mostrándoles un recuadro lleno de palitos donde se leía bien grande “Cheeverómetro”, que llevaba la cuenta de todas las veces que alguien había dicho su nombre.
Pero esta no es la anécdota que quería contar.
Es otra, que el domingo pasado recordé cuando charlaba con algunas personas del brunch.
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Fines de la década del noventa. Estoy en una biblioteca para ciegos. Me ofrecí como voluntario para ser copista en braille. Durante un par de semanas aprenderé a escribir haciendo presión con un punzón en una hoja sostenida en una especie de regleta. Más que aprender, practicaré; porque la noche previa a mi primer encuentro me senté en el living de casa con el tomo de la Enciclopedia Salvat abierto en la letra b y memoricé cómo era la secuencia de puntos.
Decía. Es una tarde de verano a fines de los noventa. Atardece. Le cuento a la bibliotecaria que me está enseñando a escribir en braille que estoy leyendo Las mil y una noches, la edición de Dr. Mardrus traducida por Vicente Blasco Ibañez. Por la puerta se asoma el esposo de la bibliotecaria. Se suma a la charla. Recuerda con precisión cada uno de los cuentos. Incluso mejor que yo, que soy el que está leyéndolos en ese momento.
Charlamos sobre Scheherezada y las historias que le cuenta al sultán cada noche. De la habilidad para dejarlas inconclusas para que al rayar el alba el sultán decida, por mera curiosidad -para saber cómo termina la historia- perdonarle la vida hasta el día siguiente.
Apenas entra luz por la ventana. Los tubos fluorescentes parpadean pero no llegan a encenderse del todo. Me da vergüenza señalarlo -tanto la bibliotecaria como su esposo son ciegos- y, por otro lado, la luz, aunque escasa, es suficiente para ver lo que estoy haciendo.
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Siempre me fascinó el basto saber de Scheherezada. Sé que no existió, que es la acumulación de una larga tradición oral, pero, como con cualquier ficción, hay un punto en que se vuelven reales. Quizás en ella el efecto es más fuerte porque es una ficción que nos narra ficciones.
Pensaba también en esta necesidad de contar y escuchar historias. De los primeros relatos para explicar el mundo. Como el que está en el tercer cuento, "Cerveza negra y cebollas rojas", en boca de un hombre mayor, mientras alterna entre ginebra y cigarrillos. La gran serpiente emplumada encerrada entre el suelo y el agua.
Leemos no para entender el mundo, sino para sentir que lo entendemos.
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Pensaba en la época y en el lugar que le tocó vivir a Cheever, tan distinto al nuestro. No solo por el contexto histórico, sino por algo más concreto y puntual: que podía vivir de escribir. O quizás, dicho de otra forma, que escribía para vivir.
Cada cuento entregado a una revista le garantizaba, como a Scheherezada, una noche más de vida.
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Quería hablar un poco más sobre la forma de narrar de Cheever. Son relatos que prescinden de un comienzo, de un desarrollo y de un final: todo se pone en juego en un gesto, un momento que condensa la historia y que la hace parecer falsamente estática.
Pensaba que quizás algo de esto se conecta con nuestra memoria, con cómo funciona a veces. Imágenes que cada uno de nosotros guarda y que serían dignas de marcar con un palito en nuestros propios Cheeverómetros.