En algún momento va a volver a suceder. Lo que nos pasó al inicio con los trenes -el problema de las vías atravesando infinidad de horas distintas, cada ciudad midiendo el tiempo como se le antojara- debería volver a pasarnos cuando aprendamos a movernos más rápido. Cuando solo hagan falta unos instantes para viajar a otro continente. Un par de parpadeos para almorzar en Italia, otros más para tomar el cafecito en Francia, unos más para volver a la oficina antes de que termine la hora de almuerzo. Y ahí está el problema. Ahí está lo que ningún libro de ciencia ficción menciona, con sus protagonistas teletransportándose. Cuando las distancias desaparezcan volveremos a sentir el desfase del tiempo, lo artificial de nuestra forma de medirlo.
Casi podría ser el argumento de un cuento. La civilización inventa la teletransportación. Alegría. Revolución. Entusiasmo. Prosperan los centros de teletransportación -como en su momento prosperaron los primeros locutorios-. Al principio hay que viajar para poder teletransportarse. Luego, el auge. Como los parripollos o la cerveza artesanal, un centro de teletransportación en cada esquina. Y ahí empiezan los problemas. En nuestra hora del almuerzo en Roma están merendando. El cafecito antes de volver al trabajo, si es invierno, habrá que tomarlo en una París ya oscurecida. Almorzar sushi en Tokio, descartado.
En un primer momento el gremio gastronómico intenta adaptarse. Turnos interminables. Horas extras mal pagas. No importa el momento del día, siempre hay una oficinista o un oficinista quejándose, reclamando que le sirvan más rápido, que debe volver al trabajo. A todas horas, en cada una de las veinticuatro de cada día, alguien corre para no pasarse de su hora de almuerzo.
Luego, la debacle. El desgaste. El cansancio que genera pasar de una noche cerrada a un sol radiante. Del abrigo a la remera. Los paraguas goteando en climas secos. Cierran los primeros centros de teletransportación. Luego otros. En cuestión de meses son nada más que una excentricidad. Vuelve la hora pico en el transporte público. Las bocinas innecesarias a toda hora. La felicidad de moverse más lento que el sol.
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Esta es una de las razones por las que me gusta proponer que leamos ensayos en el club. No, no para escribir argumentos de cuentos (aunque me divirtió bastante hacerlo), sino porque me parece que son grandes disparadores. Libros como 30 de febrero de Olivier Marchon ponen nuestra cabeza a trabajar para iniciar algo que no sabemos dónde puede terminar.
Que un libro sea siempre el principio de algo.
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Bueno, lo confieso, la frase anterior fue una especie de publicidad subliminal. ¿Publicidad de qué? dirán. De algo nuevo que sumamos a nuestro club de lectura. Ahora además de mails y redes sociales tenemos un nuevo formato: un podcast. Se llama Una cuestión de principios.
Cada mes subiremos un episodio para hablar del próximo libro del club. Leeremos el principio del libro y de ahí veremos a dónde nos lleva. Y estoy hablando en plural porque el podcast lo haremos Romina Zanellato y yo. Quizás conozcan a Romina en su faceta de autora, acaba de publicar el libro Brilla la luz para ellas o en su faceta de periodista feminista o tal vez en su faceta de estar a cargo de las redes de Carbono. Bueno, esto posiblemente no lo sabían, pero ya que estoy en plan de presentarla les cuento que es quien maneja, desde hace unas semanas, nuestras redes sociales (por eso ahora están más activas, no como cuando el vago que está escribiendo esto las manejaba).
Pueden encontrarlo en Spotify. En breve estará subido al resto de las plataformas de podcast.