La mejor manera de romper algo es ponerlo en palabras. Romper, no en el sentido de destruir, sino de deshacer su unión. Separar la cosa de su nombre. Nombrar algo para que ese algo ya no exista. Para que lo olvidemos y nos quedemos con su representación.
Es lo que nos pasa con el tiempo. Lo que San Agustín se pregunta en esa cita del prólogo de 30 de febrero:
“¿Qué es el tiempo? ¿Quién podría dar, con sencillez y brevedad, una explicación? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me plantea la pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé”.
Que el tiempo se rompa, más concretamente, que se rompa nuestro forma de medirlo, es un recordatorio de lo artificial de todo esto. Las palabras pueden romper el mundo -por lo menos este mundo hecho de lenguaje- porque sirven también para construirlo.
***
Ok, empezó raro el mail. Y se va a poner peor.
***
Creo que 30 de febrero no es un libro para reflexionar sobre el tiempo, sino para hacernos pensar a través de sus grietas. Es lo que vengo haciendo estas últimas semanas. Con la excusa del tiempo propuse consignas de escritura, hablé de las bitácoras de la USS Enterprise, me pregunté por la edad de los viajeros del tiempo, escribí el argumento de un posible cuento. Y ahora voy a hablar del lenguaje inclusivo.
***
Tanto el lenguaje como la medición del tiempo comparten el ser ambos una convención. Vivimos tan dentro de ellos que nos es mucho más cómodo olvidar esto. Nos convencemos que las cosas tienen que ser así porque son así. Pero, felizmente, cada tanto sucede que se rasgan. Que aparece algo que nos muestra que nuestras herramientas para medir no son exactas. El lenguaje inclusivo nos está diciendo eso. Vivimos en un mundo injusto, lleno de palabras que nos impiden ver esa injusticia. Si necesitamos que a un 29 de febrero le siguiera un 30, quizás podamos plantearnos que donde había una “o” haya una “e” para ajustar un poco las cosas.
***